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UN INMIGRANTE EN LOS ROSALES: MI ABUELO FRASQUITO (PARTE 2)

La llegada de Frasquito a la azucarera de Los Rosales obedeció, como digo, al cumplimiento de una misión de asesoramiento y, como tal, su estancia iba a ser pasajera. Esa estancia, sin embargo, se convirtió en permanente cuando le ofrecieron ser el jefe del taller de mantenimiento de la nueva fábrica. La estancia en Los Rosales se prolongó por ello y se consolidó de inmediato; en ella Frasquito y su familia iniciaron una nueva forma de vida, la vida del emigrante. Pinos Puente era entonces, todavía, la capital de una comarca rica y Los Rosales estaba enclavado en una comarca que, recién entonces, iniciaba su despegue económico y demográfico. Muchos campesinos de la vega del Genil decidieron emigrar al valle inferior del Guadalquivir; vendieron sus pequeñas fincas, “marjales” (parcelas de unos quinientos metros cuadrados), y compraron “cuerdas”, seis veces mayores que un “marjal”, en la nueva vega de Tocina. Hubo bastantes familias que, gracias a este cambio, pasaron de tener un nivel de vida bajo o muy bajo en la vega del Genil, a disfrutar de niveles de vida medios y medio altos en su nuevo destino. Algunos se convirtieron con el correr del tiempo en parte del campesinado próspero. Fueron los nuevos ricos.

UN INMIGRANTE EN LOS ROSALES: MI ABUELO FRASQUITO (PARTE 2)

Si Frasquito hubiera hecho lo mismo, si hubiera vendido sus propiedades cuando Pinos Puente era todavía una localidad próspera, sobre todo su vivienda de la calle Real, y hubiera comprado “cuerdas” de tierra en Tocina, habría vivido con más desahogo, y sus herederos también. Si no fue así se debió a que a Frasquito no le gustaba vivir en Los Rosales y siempre soñó con regresar a Pinos Puente.
Cuando en 1939 murió repentinamente su esposa, María, con 49 años, como consecuencia de un coma diabético fulminante, Frasquito perdió gran parte de su entusiasmo por la vida y se resignó a quedarse donde estaba, en el lugar donde recibió sepultura su muy amada esposa. Las propiedades de Pinos Puente fueron vendidas muchos años más tarde, cuando su economía, antes próspera, se derrumbó. Las propiedades en el Genil se habían depreciado por causa de la decadencia que generó el abandono del cultivo remolachero provocado por el cierre de La Nueva Rosario. Para entonces, Los Rosales había logrado ya un desarrollo económico relativamente alto y, con ello, aumentó de forma notable el valor de la tierra.
Siendo Frasquito empleado en La Bética, la empresa llevó a cabo una ampliación de capital con el fin de invertir en una fábrica aneja de alcohol. Él adquirió algunas acciones pero las nuevas instalaciones no tuvieron éxito y los accionistas, entre ellos Frasquito, perdieron el valor de sus acciones. Recuerdo haber visto los títulos accionariales celosamente guardados a pesar de que hacía tiempo de que carecían de valor fiduciario alguno.
Poco después de la finalización de la guerra civil, hacia el año 1940, Frasquito se prejubiló, y abandonó la vivienda que ocupaba en el recinto de la azucarera. Se fue entonces a vivir a Villa Escalona, mi casa natal, la que años antes había construido durante los fines de semana junto con sus dos hijos varones, los cuales siguieron trabajando en la fábrica hasta pocos años después. Y en Villa Escalona vivió hasta su muerte, que tuvo lugar en 1956, cuando contaba con 76 años de edad.
Frasquito era de baja estatura, cabeza semítica, pelo canoso y escaso, rasgos físicos armónicos y agraciados, de carácter colérico y, a veces, dicharachero. Entre sus hijos tenía todas sus preferencias puestas en su hija María, hasta el extremo de que, cuando ésta contrajo matrimonio y se fue a vivir con su marido, hijo de un inmigrante granadino, Ricardo Jiménez, a la ciudad de Granada, recogió todos los muebles y los almacenó en un desván en espera de que ella dispusiera de ellos. El desván estaba mal techado, el agua se filtraba entre las tejas y los muebles fueron pudriéndose sin remisión.
Cuando se quedó sólo en Villa Escalona, recogió a una familia de andarríos que vivía a la intemperie, en un olivar cercano, y la llevó a vivir con él a Villa Escalona, una vivienda a la que nunca volvió a cuidar y que, por ello, se encontraba ya en un estado calamitoso de conservación. La familia recogida, un matrimonio con tres hijos varones, lo atendieron, sobre todo la mujer, durante sus últimos años de vida. Las lenguas anabolenas murmuraban que el menor era hijo de Frasquito, pero eso no era verdad.
Cuando murió, mi padre heredó Villa Escalona y volvimos a vivir en ella después de haber estado 15 años en una muy modesta casa de alquiler de La Barriada, en la villa de Tocina. En ella fuimos vecinos de la viuda del que fuera maestro destilador de la alcoholera, otro emigrante granadino, el cual se mató siendo muy joven, como consecuencia de que se rompió el andamio en el que estaba trabajando. La vivienda alquilada estaba en La Barriada de Tocina, calle Joaquín Falcón Sánchez, nº 1, haciendo esquina con la Avenida del Capitán Márquez, hoy Gran Avenida, casi enfrente de donde mi padre tuvo un taller mecánico desde 1942 hasta 1953, año en el que firmó un contrato de trabajo con los Hnos. Pérez de Carmona, en virtud del cual se convirtió en el jefe de mantenimiento y conservación de las numerosas fincas y fábricas que tenían cerca de la estación de Guadajoz.
En la imagen inferior éste que escribe con mi abuelo Frasquito, en 1941.
 
UN INMIGRANTE EN LOS ROSALES: MI ABUELO FRASQUITO (PARTE 2)
Tags : escalona, tocina, los rosales, pinos puente, azucarera, frasquito
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#Posted on Wednesday, 21 March 2018 at 1:39 PM

Edited on Wednesday, 21 March 2018 at 1:51 PM

UN INMIGRANTE EN LOS ROSALES: MI ABUELO FRASQUITO (PARTE 1)

 
Cuando mi padre tenía doce años, a mi abuelo, Frasquito, lo mandaron a la fábrica azucarera que se estaba montando en el valle inferior del Guadalquivir, a unos treinta kilómetros al noreste de Sevilla. El valle es una llanura aluvial que el gobierno de la Dictadura de Primo de Rivera (1923 – 1930) transformó en regadío con el agua del Guadalquivir traída por medio de una compleja red de canales, en algunos de los cuales nos íbamos a bañar, años después, los niños del pueblo durante los días calurosos del verano. Formaba parte de la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir. Con el cambio de secano a regadío, aquellas tierras se hicieron aptas para cultivos más rentables que los de secano, y por ello se introdujo el cultivo de la remolacha, también del maíz y el cáñamo, alentado por la apertura de la azucarera. Frente a la fábrica, Frasquito compró una pequeña finca de tres cuerdas, menos de una hectárea, en la que más tarde construyó la casa donde se alojaron mis padres después de casarse en Pinos Puente, en 1936, poco antes de que estallara la guerra civil. En esa casa nací yo un año más tarde.
Cuando la fábrica estaba aún en proceso de instalación, cuyo proyecto y ejecución fue encargado por los inversores a una empresa especializada de la ciudad francesa de Lille, nombraron a mi abuelo jefe del taller de mantenimiento y reparación del complejo fabril, movido, como la azucarera de Pinos Puente, en la que trabajaba Frasquito, por las máquinas de vapor que él tan bien conocía. El proceso de transformación de secano a regadío aún estaba muy en sus comienzos cuando mi abuelo llegó a la estación ferroviaria, que ya entonces, año 1921, se llamaba Los Rosales en vez de Tocina - Empalme. Los campos tenían todavía su vegetación natural, escasa y básicamente espinosa. Acostumbrado al vergel que era el valle del Genil, el maestro albañil que acompañaba a Frasquito para cumplir la misión que les encargaron, exclamó al ver aquel erial al bajar del tren: ¿Y esto es Los Rosales?, ¡si no hay ni tapaculos!
Frasquito es como llamaban en su tierra a mi abuelo paterno, diminutivo de Frasco, nombre que se usa en Granada para llamar a los Franciscos. Frasquito nació en Atarfe, en la vega del Genil, en 1880, en el seno de una familia que llegaría a ser más que numerosa; fueron nada menos que dieciocho hermanos, una verdadera muchedumbre, incluso para aquella época de natalidad desbocada. Claro que murieron algunos, pero a la edad adulta llegaron nada menos que doce. Él, el que sería mi abuelo, se llamaba Francisco Pedro Muñoz de Escalona y Ruíz de Valdivia, y era el segundo hijo de sus padres. Su padre, Francisco Muñoz de Escalona y Adarve, trabajaba como mozo de la estación de Atarfe del entonces ferrocarril de MZA, compañía que después de la guerra civil fue nacionalizada e incorporado a RENFE.
Cuando contaba catorce años, Frasquito entró como aprendiz en el taller de mantenimiento de la fábrica azucarera La Nueva Rosario, ubicada en Pinos Puente, Granada, a unos diez kilómetros de Atarfe, al pie de Sierra Elvira, un monte volcánico gracias a cuya condición todavía tiene frecuentes fumarolas y es rico en aguas termales. Frasquito iba todas las mañanas, muy de madrugada, a la fábrica de Pinos caminando, y caminando regresaba a su casa, en Atarfe, al atardecer.
Andando el tiempo, aquel adolescente llegó a ser oficial en el taller de mantenimiento de la azucarera. Como llegó a ser un consumado experto en las máquinas de vapor con las que se movía la fábrica, pronto ascendió a jefe.
(CONTINUARÁ...)
 
UN INMIGRANTE EN LOS ROSALES: MI ABUELO FRASQUITO (PARTE 1)
Tags : frasquito, escalona, los rosales, atarfe, azucarera
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#Posted on Tuesday, 27 February 2018 at 1:11 PM

MI PUEBLO, POR PACO ESCALONA (PRIMERA PARTE)

 

Francisco Muñoz de Escalona y Lafuente, el autor de esta narración nació en Los Rosales, término municipal de Tocina, el 1 de julio de 1937, hijo de un mecánico con taller en Tocina, y nieto de quien fue el primer encargado del taller de mantenimiento y conservación de la fábrica azucarera. Ambos procedentes de Granada. Desde 1942 vivió en la villa de Tocina, en la que se llamaba entonces la Barriada. En 1956 volvió a vivir en su casa natal, conocida como Villa Escalona, contigua al desaparecido barrio de los fabricantes. Estuvo interno en el colegio de los salesianos de Alcalá de Guadaira, donde hizo el bachillerato. Cursó la licenciatura y el doctorado de Ciencias Políticas, Económicas y Comerciales, especialidad de Economía General, en la Universidad Central, Madrid, hoy Universidad Complutense. Trabajó durante cuarenta años en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas como Científico Titular hasta su jubilación en 2003. Desde entonces reside en Oviedo.
 
  
La memoria que conservo de LOS ROSALES, así se llama el pueblo anejo de Tocina que todavía estaba naciendo cuando yo nací, es la de unas pocas casas desperdigadas, manchas de olivares, una fábrica azucarera y una estación ferroviaria que llamaron de Tocina- Empalme y luego estación Los Rosales, denominación que pasó al poblado que iba a nacer y no al revés, como es de costumbre. Que hasta en eso es singular mi pueblo. Tanto cerca de la estación como frente a la fábrica había algunas viviendas, muy pocas. También en los aledaños de la estación. El camino que años atrás fuera una vereda de carne, lo que en Castilla llaman una cañada, empezaba a ser la carretera que dividiría a Los Rosales, un pueblo-calle-vereda, en dos, al sur la fábrica, la estación y la playa de vías, ancladas en el territorio de un municipio (Villanueva del Río) cuya capital quedaba muy lejos, al otro lado del río Grande, el Guadalquivir de los musulmanes. Esa carretera que segmentaba Los Rosales hoy creo que se llama Avda. de Sevilla. Las pocas viviendas que esperaban a formar parte algún día de algo parecido a un pueblo estaban al otro lado de la carretera, al norte, en el término de otro municipio, Tocina, en el que a muy escasa distancia de Los Rosales estaba la villa capital del mismo. Esta peculiaridad junto a otras que luego describiré, la de estar repartido entre dos términos municipales, terminaría dándole al futuro núcleo un cierto aire de un pueblo de frontera, como del far west americano que han inmortalizado las películas de Hollywood. Cuando yo nací, Los Rosales era un núcleo incipiente, desordenado, vulgar, polvoriento y descolorido, un lugar de paso de trenes y de carretas de bueyes y, años más tarde, de camiones y tractores. Los primeros vecinos de Los Rosales fueron los empleados de MZA, poco después RENFE, trabajadores de las dos líneas ferroviarias que empalmaban en su estación. De ahí que se le diera el procaz nombre de estación Tocina-Empalme hasta que, según dicen, a principios de siglo, la reina madre, doña María Cristina, invitada a pasar unos días en una hacienda cercana dedicada a la cría de toros de lidia, conocida como el Cerrao, en un arranque de creatividad sin base alguna, la bautizó como Estación de Los Rosales.

Durante la Dictadura del general Primo las tierras del valle inferior del Guadalquivir fueron puestas en regadío y por esta razón los labradores se dedicaron al cultivo de la remolacha azucarera, abandonando los cultivos de secarral. Los inversores foráneos aprovecharon la ocasión para construir, entre la carretera y las vías del tren, una fábrica de azúcar movida con calderas de vapor a la que se llamó La Bética. Regadío, cultivo remolachero y fábrica azucarera pusieron las bases para que el primitivo núcleo ferroviario creciera de un modo exponencial en pocos años. El modelo urbanístico no cambió. Siguió siendo anárquico durante muchos años. Las autoridades de los dos términos municipales no se ocuparon de establecer normas urbanísticas y las viviendas se edificaron allí donde a cada familia se le antojó. Los Rosales fue así dando pasos decididos hacia su desarrollo pero siguió siendo un pueblo feo, sucio y desgarbado, atravesado por una carretera de macadán polvorienta en verano y llena de charcos en invierno, con cunetas, allí donde las había, convertidas en pestilentes vertederos de aguas sucias a las que se llamaba cieno.

Pero no debo adelantar acontecimientos y por ello contaré con más detalle el proceso que siguió el núcleo desde sus orígenes, en los años veinte del siglo pasado hasta nuestros días, a comienzos del siglo XXI, o sea, un siglo de historia.

Aunque los primeros pobladores fueron, como digo, ferroviarios venidos de lejanas tierras, siempre hubo desperdigados cortijitos de modestos labradores y algún que otro cortijo propiedad de la pequeña nobleza rural. Hasta la construcción de la red de canales que trajeron las aguas del río Guadalquivir, los escasos pobladores eran gente del secano que nunca llegaron a formar una comunidad integrada con los ferroviarios, a los que siempre consideraron como extraños, advenedizos sin escrúpulos, nómadas sin tierra que hoy vivían aquí y mañana nadie, ni ellos mismos, sabían dónde, ignorando qué clase de tierra los cubriría cuando murieran. Esa gente de vida ambulante mal podía encajar con la inmutabilidad centenaria de los que allí habían nacido, sin otro contacto con el mundo exterior que las salidas con motivo de cumplir con la obligación de hacer el servicio militar, paréntesis en sus vidas del que sólo les quedaba luego el recuerdo hiperbolizado para los que ya lo habían hecho y el temor curioso de los que aún tenían que cumplirlo. Pero, en el fondo, los labradores autóctonos, a pesar de las miradas atravesadas que les echaban, envidiaban en sus profundos a los ferroviarios, pensado en la de cosas que tendrían oportunidad de ver en sus continuos desplazamientos.
 

Un buen día los labradores llegaron a sus casas mustios y descorazonados porque habían encontrado los campos invadidos por extrañas máquinas excavadoras manejadas por trabajadores desconocidos que removían la tierra de una forma rara, sin arte ni cuidado, pero con hábil destreza. Algunos de ellos incluso habían visto de lejos el campamento donde vivían en tiendas de lonas descoloridas. Cerca de ellas humeaban las hogueras donde hacían el condumio. Aquella noche durmieron con desasosiego. No tardarían en saber que se estaba construyendo un canal que traería agua desde el cercano río Guadalquivir para regar las resecas tierras del valle. Esto era sin duda algo inesperado y a saber qué consecuencias traería. Bueno estaba lo del ferrocarril, pues, al fin y al cabo, a los ferroviarios nada les importaba su vida, podían seguir viviendo como siempre, pero lo del canal y la amenaza del agua era algo mucho más serio. Les podía tocar muy de cerca y podía cambiar su forma de vivir. Afectaba a la tierra donde nacieron, en la que vivían, de la que se alimentaban y en la que un día serían enterrados.

No quedaron aquí las cosas. Al poco tiempo, nuevas máquinas y nuevos forasteros comenzaron a transformar la vieja vereda de carne en una carretera moderna. Destrozaron las jaras y las adelfas, desarraigaron los tarajales, ensancharon la vereda quitando de un tajo los apelmazados palmares y la rellenaron de piedras que primero machacaron y luego apisonaron con máquinas desconocidas de lento caminar. Los labradores y sus familias estaban desconcertados. ¿En qué pararía aquella actividad febril?, se preguntaban con la angustia reflejada en sus rostros y con la tristeza invadiéndoles la mirada, enmudecidos por el miedo a un futuro más incierto que nunca. Los ferroviarios parecían contemplar la situación creada por los nuevos invasores con una actitud displicente, como si además de entenderla no les importaran sus incógnitas consecuencias. Alguno de ellos incluso abrió una taberna en la que al caer la tarde se reunían los trabajadores del canal y en poco tiempo consiguió medrar tanto el incipiente poblado que algunos decidieron dejar de trabajar como ferroviarios.(CONTINUARÁ...)
 
 
En la imagen Paco en la puerta de Villa Escalona.
 
 
MI PUEBLO, POR PACO ESCALONA (PRIMERA PARTE)
Tags : los rosales, escalona, azucarera
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#Posted on Tuesday, 16 January 2018 at 10:46 AM

Edited on Tuesday, 16 January 2018 at 11:02 AM

MARÍA JIMÉNEZ, LA DITERA DE LOS ROSALES

 
 
En nuestro pueblo como en el resto del país, la evolución de la sociedad es constante.
Si echamos la vista atrás, uno de los oficios casi extintos, fue el de la dita, sistema de ventas que permitía a familias de limitadas posibilidades económicas, acceder a necesidades básicas
del día a día.
 
Mi recuerdo es para todas las personas que tuvieron una vinculación con esta forma de negocio y
en especial a mi madre que fue una persona dedicada a esta actividad.
 
La necesidad y las circunstancias de la época (años sesenta del pasado siglo) llevo a María Jiménez emigrante de Granada, a invertir el poco dinero que recibía de su marido (Antonio Martínez) que en temporadas trabajaba en Cataluña, a hacer rifas para luchar contra las precariedades
y penalidades que se vivían en su hogar. Las rifas le abrieron nuevos horizontes, nuevas posibilidades y de camino las puertas y el corazón de sus conciudadanos, que al igual que ella vivían en parecidas circunstancias, condiciones de precariedad laboral, en las que no había prestaciones de ningún tipo, ni paros, ni pensiones, ni bajas.
Lo que sí unía a todas las familias de Los Rosales era la necesidad de todo lo básico, desde un techo digno hasta lo más básico en el hogar. La abundancia que hoy en día no sacia nuestra sociedad, ni en sueños idílicos llegaba a la imaginación de la sociedad de la época.
En ese entorno y con la necesidad que le obligaba a luchar por la subsistencia de su familia,
transformó las calles, las puertas de sus vecinos, en una forma de ganarse el sustento, utilizando su don de gentes y sus pocos recursos para emprender el negocio que convirtió en oficio de su vida:
la dita.
María consiguió un grupo de familias que le compraban sin dinero, con el único aval de su intención de pagar la deuda contraída, a las cuales surtía de las necesidades de ropa y vestir de
todos los que componían su clientela.
Años y años le demostraron cuan y cuanto de buena es la condición humana, pocas personas se
olvidaron de cumplir con María, con altibajos todos respondían a la deuda creada y María a su vez siempre acudía para abastecer de las necesidades de su clientela. Semana tras semana, año tras año, María anduvo las calles del pueblo atendiendo a sus clientes que en mas de un caso llegaban a ser parte de su familia, pues con ella compartían alegrías, penas, sufrimientos y todo tipo de vicisitudes.
María Jiménez y su esposo, Antonio Martínez, sin capital ni fondo alguno, con mucho trabajo, trajo a muchos de sus conciudadanos ayuda, estabilidad y seguridad, pues siempre estuvo ahí, para atender en lo posible los requerimientos de su clientela.
Este homenaje es compartido, en primer lugar al pueblo de Los Rosales así como cortijos y poblados cercanos (Cerrado de Miura, por ejemplo), pues confiaron, apoyaron, y sustentaron el negocio de María “la ditera”, y en segundo lugar a mis padres Antonio Martínez Molina y María Jiménez Hernández, que en su día suplieron las faltas de muchos hogares con amistad, confianza y fe en la honradez y seriedad de todos sus vecinos.
Como despedida, pediría a todos nuestros vecinos que colaboraran con el comercio local, tan necesitado de apoyo hoy en día y por desgracia, tan machacado por las grandes superficies y por la competencia del mercado electrónico. El comercio local deja sus beneficios en el pueblo, y si nos solidarizamos con él, también nos solidarizamos con nuestro pueblo.
Todos no tenemos la suerte de ser de Tocina Los Rosales.
 
DEFENDAMOS NUESTRO PUEBLO.




MARÍA JIMÉNEZ, LA DITERA DE LOS ROSALES
Tags : los rosales, ditera, dita, María Jiménez
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#Posted on Tuesday, 11 April 2017 at 7:08 AM

MUERTOS VIVIENTES EN EL MENÉNDEZ PIDAL

Antes, mucho antes del furor por las invasiones zombis (The Walking Dead y derivados) o del auge de Halloween en nuestra localidad (con casas del horror incluidas) un grupo de niños de Los Rosales representaron su propia versión de muertos vivientes, allá por el curso 1985/1986.
Final de trimestre. Tocaba representar una obra de teatro que se había preparado durante los meses previos. Mientras sus compañeros de 5 º curso de la E.G.B. (los niños más grandes del colegio de la calle San Isidro) se decantaban por los tradicionales entremeses de los Álvarez Quintero, la posibilidad de representar una obra propia animó a algunos miembros de 5ºC a crear un guión rompedor: una invasión zombi.
Nunca se había planteado algo así en aquel colegio. Podríamos decir que se adelantaron a su tiempo, pero tampoco estaríamos siendo rigurosos. Como es lógico aquellos niños (como lo son en su mayoría) eran arrastrados por tendencias, por modas de la época, y aquel ecuador de los ochenta tuvo en el terror, y particularmente en los zombis, un repunte interesante. Todo empezó la nochevieja que daba la bienvenida a 1984. Michael Jackson, el rey del pop, sorprendía con un videoclip emitido en el especial musical de la Primera Cadena (entonces solo estaba la 1ª y la 2ª) donde unos muertos vivientes salían de sus tumbas a perseguir a una pobre chica. Durante 14 minutos España se quedó boquiabierta viendo "Thriller". El impacto fue aprovechado para potenciar los programas de videoclips y las reemisiones de cintas de terror, hecho éste que tendría su culmen el 17 de febrero de 1985 con la emisión nocturna en la Segunda Cadena de "La noche de los muertos vivientes" de George A. Romero. La cinta era de 1968, pero eso de ver a zombis comiéndose a vivos no fue bien "digerido" por el espectador de entonces. Ese mismo año (1985) el director americano estrenaba la tercera película de su saga de zombis “El día de los muertos”...y el fenómeno zombi llegó a Los Rosales.
Los recién creados vestuarios y duchas del Ménedez Pidal sirvieron para diseñar el escenario. En papel marrón continuo se veía un cementerio. Durante los recreos dibujaban y pensaban con qué adornar las interpretaciones. Consiguieron que D. Manuel Jiménez (entonces aún no era director, era su profesor de matemáticas) les consiguiese una cinta casete: “Efectos de Sonido Vol. 13: Horror”. Era una colección de cintas casete que venían muy bien para emisiones radiofónicas, en las que se intentaba simular un determiando ambiente: una selva, una lluvia copiosa, etc..En este caso, el vol. 13 estaba lleno de puertas chirriantes, psicofonías, búhos, etc...
El día de la representación marcó un antes y un después en el colegio. Presentes, todos los cursos que recibían clases en el edificio, preparados para un rato de risas por ver disfrazados a sus compañeros.
La puesta en escena era simple: un narrador (Francisco Antonio Gómez) ponía en situación al público leyendo un viejo pergamino (una cartulina quemada por los bordes con un mechero). Empezaba a sonar la cinta casete, se bajaban las luces y llegaba la entrada del zombi principal (Juan Manuel Fernández) que llevaba un ojo vendado con esparadrapo del que colgaba una cuerda en cuyo extremo pendía una pelota de ping pong, simulando un ojo colgando. Completaba atrezzo con unos vaqueros destrozados y una boca cerrada, llena de jugo de tomate que debía ir desprendiendo poco a poco por entre sus dientes, sobre todo al llegar al centro del escenario. Se ve que le entró fatiga y soltó todo el tomate nada mas entrar en escena. Las niñas de las primeras filas (los cursos más pequeños, por aquello de la estatura) salieron corriendo, llorando, muertas de miedo.
Los efectos especiales que idearon tenían lindezas como ocultar un fémur de una vaca bajo la chaqueta de uno de los campesinos, Carlos Cazalla, que al ser (la chaqueta) de un adulto le permitía simular que era su propio brazo devorado por uno de los primeros zombis, entre los que se encontraba Nacho Sánchez. Otros campesinos atacados eran Francisco Cazalla, Antonio Praena, David Villarreal (QEPD), Blas Sánchez y creo que Juan Carlos Sayago.
El argumento se lo pueden imaginar: una sucesión de ataques y conversiones que mi memoria no permite recordar si tenía happy end o si ni tan siquiera se pararon en terminar el nudo argumental.
Lo que sí recordaré siempre es lo bien que lo pasaron en la preparación y en la representación y la capacidad de unos niños de 10 años en crear algo tan fuera de lo común.
 
MUERTOS VIVIENTES EN EL MENÉNDEZ PIDAL
 
Tags : zombies, los rosales, colegio, teatro
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#Posted on Friday, 03 June 2016 at 7:23 AM

Edited on Friday, 03 June 2016 at 7:34 AM

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